O
Co-Rompeolas, que en el instante de leerlo, y escucharlo, vendría a ser lo
mismo. Si uno tuviera que diseñar ésta temprana crónica de madrugada para su TRILOGIA DE DONOSTIA, seguiría
ensamblando ese afortunado centenario que coincide con los de Wagner y Verdi,
figuras desmedidas del planeta musiquero, que no por llegar del horizonte
clásico dejan de ser vorazmente interesantes. Pero la crónica la protagonizamos
nosotros, esos seis sinvergüenzas que enredados bautizamos PARA QUE ENGAÑARNOS, y que junto a
Enrike hemos cruzado el siglo. Hoy la apuesta tenia una reivindicación
ciudadana, por aquello de cimentar la capitalidad cultural de Donostia-2016, ya
adjudicada.
Cinco
de la tarde, plaza de Jolastokieta, Altza. Nos abraza el viento, pero no
llueve. Sobre las piedras de ese patio interior al que han adosado un graderío,
y junto a una tienda para-todo que lleva un uruguayo solvente y dicharachero,
comenzamos a montar nuestro edificio musical. Dos mujeres , quizás salidas de
sus televisores, o de la siesta, o de un buen polvo sabatino, levantan las
persianas para contemplar a un puñado de insolentes agredir sus silencios.
Cientos de niños corren por los alrededores, celebrando el cumpleaños de alguno
de ellos, todos cumplimos años todos los días. Tomamos cafés en un previo, Kami
y Juan eligen cerveza, y comenzamos a cumplimentar nuestro repertorio. Nos
aplauden, dicen que suena bien, pero el viento descompone los atriles, y los
niños, también algunos padres, recogen las hojas que se ha llevado el viento. Una hora, una docena de canciones,
previamente había estado actuando un cantautor irlandés afincado por aquí, que
dice que “a continuación actuaran, un aplauso para ellos, ………..(alguien le
susurra el nombre), Para Que Engañarnos, que no lo sé”. Termina el menú
musical, y nos piden un cumpleaños feliz, los niños se amontonan junto a la
batería, la golpean, cantan sus zorionak, algunos optamos por ir recogiendo el
material.
Ocho de
la noche, estación del Metro de Herrera. Cualquier sábado de cualquier año de cualquier
mes de cualquier lugar. Apenas hay movimiento de gentes, hacemos el traslado de
todo el equipamiento sonoro al interior de la estación. La cristalera nos
cobija, unas luces interior y exterior preciosas, no hay paraguas, la banda que
pregona alcohólicamente sus propuestas ha traído una bolsa de cervezas, esa es
la ración de drogas que aporta ésta banda de rock y sucedáneos. La escena
merece un sugerente aplauso, el ambiente es familiar, y el concierto resulta
muy distendido, los chicos de los vientos, Agus al saxo, Aingeru en la
trompeta, además de la sección rítmica, Kami al bajo, Juan en la batería (en su
gran despedida), ejercen de titulares y todo termina en un tono muy
corrompiendo olas. Porque después cada uno se va a su casa, nos vamos a casa,
sin olas que surfear, sin palabrotas que repetir.
Wagner
y Verdi, cada cual a su manera, también cristalizaron una vida musical difusa.
A nosotros nos gustaría cumplir 100 años en los escenarios, aunque tuviéramos
que estar corrompiendo olas solamente con nuestras canciones.
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